29/11/12

CATNIP de Xitlalitl Rodríguez Mendoza/ Gabriel Martínez Bucio




Desde las primeras páginas de Catnip (Colección La Ceibita, Tierra Adentro) sospeché que existía la posibilidad de convertirme en objeto de una ironía o una crítica sutil. Continué leyendo con cuidado mientras recordaba que Xitlalitl Rodríguez (a.k.a. Sisi) tiene la facilidad de dislocar al lector y ponerlo en un continuo estado de vigilia.

Decidí continuar y admití que el gato es un gran animal (sacudiéndome cualquier atisbo de alergia personal ((no sé si los gatos no me caen bien porque no me agradan o si no me agradan porque no les caigo bien))). Es casi un espectro inventado por la literatura y no por la naturaleza, un interesantísimo felino, siempre paseándose en la lontananza de la vida cotidiana:

¿Qué objetos diminutos realizan
la danza de los cables deshechos,
de las pelusas entre sus garras?
¿Qué se mueve lejos del día?

Sólo ellos saben, misteriosos observadores.

En la época medieval el hombre buscaba el ejemplo de los animales y contemplaba su actividad para ponerla en relación con su propia visión del mundo. Hay una sentencia del Bestiario Medieval, de Ignacio Malaxecheverría, que se podría aplicar a este poemario: "el animal es lo impenetrable y lo extraño, excelente razón para que el hombre proyecte en él sus angustias y sus terrores". En efecto, la virtud de Catnip consiste en que sea un gato el animal elegido. Un perrito jamás es extraño, un perico de ningún modo es impenetrable. Pero el gato siempre escapa elegantemente de cualquier definición. Y probablemente sea el animal más poético de la historia; basta mencionar su aparición con los grandes: Baudelaire, Tzara, Cortázar, Vallejo, Wilde…

Los gatos de Xitlalitl sirven como filtro, como una "puerta desvencijada […] o una especie de ventana hacia el claro", son el paréntesis necesario para proyectar la realidad. Su presencia es una delgadísima neblina que todo lo vuelve de alguna forma, a veces lúdica y otras terrible. Incluso uno llega a imaginar que las mismas letras son gatunas: “Ésta, como casi todas las historias sobre gatos, tiene como personaje principal a una sinalefa”, “he muerto y lo contrario varias veces”. Este humor fino, felino, recorre los versos imitando el delicado andar de los gatos sobre libreros. Sin embargo, los versos no se quedan únicamente como un juego de libre asociación. El hecho de invertir el sentido original de las frases mantiene una lógica que no le es necesaria al entendimiento. Pensemos en el verso "los hombres son injustos con los gatos porque la curiosidad mató a Orfeo", donde se establecen nuevas correlaciones poéticas. Las conexiones han sido disparadas en distintas direcciones por medio de un guiño, de un extrañamiento. Ahí es cuando el lector se siente dislocado: “la curiosidad mató a Orfeo”. Xitlalitl Rodríguez concentra la atención del lector en un punto y a la mitad de la frase (o del aliento) invierte el sentido permitiendo nuevas lecturas y significaciones. En Catnip, se tuerce la lógica convencional para obtener infinitas posibilidades poéticas.

Estos efectos los ha trabajado durante algún tiempo Xitlalitl. Recordemos que su columna en Milenio se llamaba Dealers que no me maten, haciendo referencia obviamente al cuento de Rulfo: “Diles que no me maten”. Incluso desde el título de su primer libro Polvo lugar jugaba irónicamente al cambiar la “n” por una “g”.

La segunda parte del poemario comienza con la catástrofe nuclear de Fukushima ocurrida hace algunos años: "Vamos por Tokio/ protegiéndonos/ la médula espinal/ con papel aluminio./ Niños/ e hikikomoris/ yacen/ en partes/ sobre cualquier/ lugar y no/ los vemos./ El fin del/ mundo/ es una moda/ no caduca,/ cada quien/ ve uno, por/ lo menos./ Un grito,/ un gemido,/ un sollozo,/ tantas/  pruebas de vida/ tan poco/ que las valide". Son un eco roto de aquellos versos de T.S. Eliot: "this is how the world ends, not with a bang, but a whimper". En verdad somos los hombres huecos; tragedias que nadie voltea a ver más que en los segundos que salen en la pantalla del televisor. Al ritmo del zapping o de los versos entrecortados del poema. Pero todos preocupados por las profecías mayas del 2012. ¡Cuánta hipocresía de nuestra parte! Estos versos funcionan como epitafios; nos recuerdan la indiferencia que mostramos ante lo sucedido en Japón, un lugar que –como bien insinúa Xitlalitl–, parece un planeta distinto al nuestro, un sitio que está tan estúpidamente lejano. En verdad, ¿quiénes son los que se están muriendo de a poco?

Pero mi parte favorita es la última, el homenaje a Robert Walser, aquel escritor y poeta suizo que se internó voluntariamente en un hospital psiquiátrico, y que ahora Siruela ha puesto a nuestro “alcance”.

Una cita de Walser abre la tercera parte del poemario y esconde tras la sutileza de las letras, un rastro amargo: “Edith lo ama. Luego volveremos sobre ello”. Como si al final de una historia de amor, el narrador agregara “sí sí sí, lo ama, pero no es de gran importancia, después volveremos, tranquilos todos, hay cosas más importantes”; como si el lector de Catnip después de haber pasado por gatos sobrevivientes de Stalingrado, por gatos exiliados, por familiares de gatos muertos, por Fukushima y sus restos de gatos por las calles, esperara una recompensa que no llega ni siquiera cuando se ha confirmado que alguien ama en este mundo.

Xitlalitl ha escogido precisamente un verso que imita el comportamiento gatuno: en un primer momento se acerca a lamerte la mano (Edith lo ama), a entregarte una muestra de afecto y después del punto-y-seguido se aleja indiferente, sin explicaciones (luego volveremos sobre ello).  Sin embargo, el homenaje continúa, debe continuar: “leche negra, noches blancas, nieve oscura”: es el gato que se pasea por las teclas de un piano y al llegar a las notas graves evoca la presencia de Paul Celan, Dostoievsky y Villaurrutia. Los fantasmas se han reunido para asistir al homenaje del verdadero maestro de Kafka. Un collage poético, donde Xitlalitl Rodríguez deja hablar a los muertos a través de su pluma. Pero el lector conoce la triste historia de Robert Walser y espera el golpe. Todo el poemario fue un presagio que lo ha preparado para el final desolador:

Edith lo ama.
Y sólo volvió
a la blancura de la joven
salina con sus ojos
muertos bajo la nieve,
con el costado roto por
la vida en la calle.
Edith lo ama, Robert Walser.
Usted nunca volvió sobre ella
ni sobre los vidrios rotos
de un hospital abandonado. 

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