La poesía es la palafrenera de
la Música. Era una de las frases favoritas de Guillermo, la decía
embebido, poseído, flotante entre la orquesta invisible de su charla que seguía
los trazos llanos del humo de cigarro y la orquesta real de sus afectos
apoderándose de la casa, la madriguera de
Guillermo, por ejemplo Jessye Norman, por ejemplo el místico estonio Arvo Pärt. La
Música, origen del éxtasis.
Puedo
afirmar que la poesía que más amó Guillermo en el siglo XX fue la de Luis
Cernuda y en el XXI la de Antonio Gamoneda, el
Señor de los Tormentas. Cernuda es luminoso –mitad alba, mitad ocaso– el instrumento
de una música formalmente impecable y en sustancia honda, volátil, abismal,
ética, lección de vida (en que la vida se llama, por supuesto, amor), realidad
y deseo in-di-so-lu-ble. Libertad no conozco sino la libertad de
estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío. Mientras
que en Gamoneda hay iluminaciones
ásperas, heridas de muerte, se respira la montaña imponente, tétrica en su
reflejo, en su atisbo (el ser), arduo y vedado, es la terrible música del
perecimiento. Entre el estiércol y el
relámpago escucho el grito del pastor. Aún hay luz sobre las alas del gavilán y
yo desciendo a las hogueras húmedas. He oído la campana de la nieve, he visto
el hongo de la pureza, he creado el olvido.
En
Arca (2010), reunión de 23 textos
poéticos, inestables, de tema amoroso, que cunden
y se esconden, Guillermo Fernández puso a prueba toda su poética, del
lirismo tan natural, del magisterio rítmico de libros como La palabra a solas (1965) o La
hora y el sitio (1973), de una poesía formalmente plena, firme y clásica,
inscrita en nuestra mejor tradición, da
paso a un último libro que contrasta, es un golpe de timón, necesariamente ¿fallido? A contraluz Arca tiene las virtudes de un antihéroe.
Aunque este librito casi silente, parco, raro, el que más desdeñaba en vida
Guillermo, nombra el conjunto de su
obra, en la compilación que hizo hace dos años para la colección Clásicos
Jaliscienses. Quiero decir que algo hay ahí, ese puerto existe.
Arca no es
un libro fácil, es un libro de amor imaginado e inconcluso, fatal, por siempre abierto, sin respuesta, ese es el
sentido del epígrafe de Antonio Gamoneda: Yo
no tengo esperanza sino una pasión/cuyo nombre tú no vas a decirme. Es un
largo autorretrato del enamoramiento, confesional, punzante, irónico. También
un autorretrato contradictorio, lo habita un yo lírico en combate contra el
amor mismo, da todos los argumentos para no enamorarse, para no rendirse, el yo
lírico deviene yo racional, resiste,
se multiplica, se llena de rostros, de anécdotas, de atmósferas, de glosas
librescas, de humor (a veces muy negro), de clichés donde el amador intenta huir, se fragmenta.
Arca es
una alegoría, pero una alegoría exacta, identificable, quizá más parecida a un
enigma renacentista, donde se transfigura lo que se ama, se eleva a símbolo, se
con-densa. El símbolo es obviamente el arca (el resguardo de las cosas más
preciadas para sobrevivir) y el diluvio
bíblico, una lluvia permanente, primero en el goteo estítico de los poemas que
se convertirán en mudoestruendo,
luego en la atmósfera, atroz y cinematográfica, cuando el mundo se vuelve
acuario y un remolino arrastra, tritura al amador:
Sigue lloviendo /afuera y dentro del
acuario /Sin saber qué más decir limpiamos nuestros lentes/ náufragos de
nosotros mismos /nos arrastra un mismo remolino.
Arca es un
híbrido de prosa, verso y aforismo, a primera vista Gamoneda está la sombra de
este dulce nuevo estilo, pero están,
por igual Ungaretti y Bartolo Cattafi y Sandro Penna, Leonardo, Miguel Ángel, la famiglia
italiana de Guillermo. Este género híbrido es el principal eje del auto-escarnio,
ya había mencionado que el paso de un yo lírico a un yo racional, ponía en marcha en el ver-se-de-fuera de ese yo todo el conflicto amoroso de Arca. Y vuelvo al sendero (hamletiano)
de Cernuda, ¿la realidad y el deseo? En Arca
hay Deseo versus Realidad.
La
ironía, el auto-escarnio, también va por lo libresco, lo erudito de cierta
filosofía, ciertos autores, Lucrecio, Leonardo, los presocráticos que
contrastan con la vida y los lugares comunes de la publicidad, así se promedia
el tono: Los oriundos químicamente sanos
y puros /como tú /que no beben /ni fuman /ni hablan /ni ríen /ni se
entristecen/ o todo con medida porque quién sabe qué van a pensar de uno/ Desde
las cumbres de sus respectivas importancias. O casi al final: De pronto alza el vuelo/no sé si gavilán o
paloma /pero sin rama de olivo/ sin siquiera un cardo/deshecho por el diluvio/
y la voracidad de las liendres. Un
enjuague a la grandilocuencia, a la afectación académica a través del
auto-escarnio, nada más penoso para el amador
que descubrirse quejoso y ridículo, nada más anticlimático que en el discurso
amoroso caiga como guillotina un “Todo con medida” o se caricaturice al sujeto
lírico como pobre tonto, ingenuo y charlatán que fue paloma por etcétera.
En
la introducción a Cinismos, Michel
Onfray, habla de su pasión por Lucrecio, me parece importante compartir el
juicio del filósofo francés, que sin duda podría haber suscrito el propio
Guillermo: En él descubrí un pensamiento
materialista ateo, una ética pragmática, una manera eficaz de poner en
evidencia la falsedad y un claro desdén por la condena eterna y el pecado, la
falta y la mortificación, el infierno y la culpabilidad. Lucrecio enseña una
moral de la pacificación consigo mismo y el reencuentro con la propia sustancia
atómica.
Lo entrañable en Arca es el sustrato real, o la implantación verosímil del amor en la reelaboración poética, cuando lo
anecdótico nombra al cuerpo, las dolencias del cuerpo, y habita los objetos de
todos los días: una sala, lámpara, ventana, el monitor. Lo mismo que el espacio
o escenario se vuelve un elemento de asfixia, de impotencia. Dos ejemplos: Esos tres metros que siempre nos apartan son tres años luz/ y otros
tantos de tácitos teoremas y entelequias con verrugas. /¿Acaso se ensimisma en
alguna aporía del eleata /o se hunde en la negación del movimiento/ o encarna
la piedra filosofal /junto a la lámpara que alumbra /al inmóvil matorral de su
silencio? Y: Entre tú y yo has puesto veneno para ratas/abismos a un palmo de las
manos / En los ojos se hielan las miradas y el cloro de las lágrimas/ Por lerdo
que puedas ser no ignoras que la sangre se resiste a tascar/ el freno /cada vez
que nos miramos /No quiero que veas en mis ojos la centella del hambre ni sepas
nada /del día que los caballos aprendieron a llorar.
Arca en su
gesto, hondura y apasionamiento cobra en mi gusto un sitio dilecto, en esa
forma –tristemente epitafio– casi glosa
brevísima, metáfora incesante de alguien arrojado a amar, a vivir en el tamiz
de la mejor libertad cernudiana, el
retrato de Guillermo se agiganta, valiente, insobornable.
1 comentario:
Gracias, Sergio, tu reseña es espléndida.
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