MENGUANTE
I
Cada Veinte-y-Ocho sombras
con mi boca de indio mago,
el negro aire de la noche
soplo en mi flauta de barro.
Entonces, oye el conjuro
algún oído lejano
y sale por el oriente
el tunkul blanco.
Con música de la Atlántida
me acompaña y lo acompaño
Indias formas en la tierra
siguen el ritmo sagrado,
signos y apuntes al mundo
bajan de cielos lejanos
mientras contesta a mi flauta
el tunkul blanco.
Pero al templo, displicentes
van los nobles emplumados
por las calles en la noche
llenas de sones extraños.
La ciudad es flor de piedra
sola en el nocturno lago
y es la bella piedra sorda
a músicas del arcano.
Ramas azules del cielo
llenas de flores de mayo
cuelgan sobre las siluetas
de los dormidos palacios.
El postrer nocturno pulso
del Mayab se oye pausado
como un corazón sereno
de pueblos conglomerados
y un horizonte sombrío
se traga el camino blanco
por donde van mercaderes
hacia los pueblos cercanos;
las llamas de los hachones
les iluminan los pasos
y les retuercen las sombras
que se arrancan y dan saltos
y les atraen los ojos
a las regiones de abajo
para que no alcen los ojos
al tunkul blanco…
II
Una noche, negra noche
con mi boca de indio mago
soplé insistente mi flauta
y me invadió el sobresalto.
No emergió por el oriente
el tunkul blanco.
Salió una cara de muerte
con los ojos socavados
y dos negros agujeros
como los de muerto cántaro.
Ocho fatídicas noches
salió y se fue adelgazando
hasta perder medio rostro
y hasta perder otro cuarto.
Luego una uña de lechuza
flotó sola en el espacio,
después se redujo a un hilo
que se fue deshilachando
y al fin quedó solo el cielo
con sus temblorosos astros
que otras noches presidía
el tunkul blanco.
Y como sé que el futuro
viene a mis ojos de mago
presentí que era la muerte
que se me estaba anunciando
para Uxmal, para Chichén
lirios del Mayab sagrado,
últimas flores del tiempo
que los hombres olvidaron
haciendo leña y hogueras
del antiquísimo árbol
que estremeció el primer eco
del tunkul blanco.
Clavé en la sombra mi flauta
donde se quedó vibrando,
y entre las piedras del suelo
me eché a llorar boca abajo.
Hace ya miles de noches
que la cabeza no alzo,
pero aunque aprieto los ojos
y me cubro con los brazos,
siento que estoy entre escombros
de inmensas ruinas llorando
y que no ha de volver nunca
el tunkul blanco.
Honorato Ignacio Magaloni