Desde las
primeras páginas de Catnip (Colección La Ceibita, Tierra Adentro) sospeché que existía la posibilidad de convertirme en
objeto de una ironía o una crítica sutil. Continué leyendo con cuidado mientras
recordaba que Xitlalitl Rodríguez (a.k.a. Sisi) tiene la facilidad de dislocar
al lector y ponerlo en un continuo estado de vigilia.
Decidí
continuar y admití que el gato es un gran animal (sacudiéndome cualquier atisbo
de alergia personal ((no sé si los gatos no me caen bien porque no me agradan o
si no me agradan porque no les caigo bien))). Es casi un espectro inventado por
la literatura y no por la naturaleza, un interesantísimo felino, siempre
paseándose en la lontananza de la vida cotidiana:
¿Qué objetos diminutos realizan
la danza de los cables deshechos,
de las pelusas entre sus garras?
¿Qué se mueve lejos del día?
Sólo ellos
saben, misteriosos observadores.
En la época
medieval el hombre buscaba el ejemplo de los animales y contemplaba su
actividad para ponerla en relación con su propia visión del mundo. Hay una
sentencia del Bestiario Medieval, de Ignacio Malaxecheverría, que se podría aplicar a
este poemario: "el animal es lo impenetrable y lo extraño, excelente razón
para que el hombre proyecte en él sus angustias y sus terrores". En
efecto, la virtud de Catnip consiste en que sea un gato el animal elegido. Un
perrito jamás es extraño, un perico de ningún modo es impenetrable. Pero el
gato siempre escapa elegantemente de cualquier definición. Y probablemente sea
el animal más poético de la historia; basta mencionar su aparición con los
grandes: Baudelaire, Tzara, Cortázar, Vallejo, Wilde…
Los gatos de
Xitlalitl sirven como filtro, como una "puerta desvencijada […] o una
especie de ventana hacia el claro", son el paréntesis necesario para
proyectar la realidad. Su presencia es una delgadísima neblina que todo lo vuelve
de alguna forma, a veces lúdica y otras terrible. Incluso uno llega a imaginar
que las mismas letras son gatunas: “Ésta, como casi todas las historias sobre
gatos, tiene como personaje principal a una sinalefa”, “he muerto y lo
contrario varias veces”. Este humor fino, felino, recorre los versos imitando
el delicado andar de los gatos sobre libreros. Sin embargo, los versos no se
quedan únicamente como un juego de libre asociación. El hecho de invertir el sentido original de las frases
mantiene una lógica que no le es necesaria al entendimiento. Pensemos en el
verso "los
hombres son injustos con los gatos porque la curiosidad mató a Orfeo",
donde se establecen nuevas
correlaciones poéticas. Las conexiones han sido disparadas en distintas
direcciones por medio de un guiño, de un extrañamiento. Ahí es cuando el lector
se siente dislocado: “la curiosidad mató a Orfeo”. Xitlalitl Rodríguez
concentra la atención del lector en un punto y a la mitad de la frase (o del
aliento) invierte el sentido permitiendo nuevas lecturas y significaciones. En Catnip, se tuerce la lógica convencional
para obtener infinitas posibilidades poéticas.
Estos efectos los ha
trabajado durante algún tiempo Xitlalitl. Recordemos que su columna en Milenio
se llamaba Dealers que no me maten, haciendo referencia obviamente al
cuento de Rulfo: “Diles que no me maten”. Incluso desde el título de su primer
libro Polvo lugar jugaba irónicamente al cambiar la “n” por una “g”.
La segunda
parte del poemario comienza con la catástrofe nuclear de Fukushima ocurrida
hace algunos años: "Vamos por Tokio/ protegiéndonos/ la médula espinal/
con papel aluminio./ Niños/ e hikikomoris/ yacen/ en partes/ sobre cualquier/
lugar y no/ los vemos./ El fin del/ mundo/ es una moda/ no caduca,/ cada quien/
ve uno, por/ lo menos./ Un grito,/ un gemido,/ un sollozo,/ tantas/
pruebas de vida/ tan poco/ que las valide". Son un eco roto de aquellos versos de T.S. Eliot:
"this is how the world ends, not with a bang, but a whimper". En verdad somos los hombres huecos; tragedias que
nadie voltea a ver más que en los segundos que salen en la pantalla del
televisor. Al ritmo del zapping o de los versos entrecortados del poema. Pero
todos preocupados por las profecías mayas del 2012. ¡Cuánta hipocresía de
nuestra parte! Estos versos funcionan como epitafios; nos recuerdan la
indiferencia que mostramos ante lo sucedido en Japón, un lugar que –como bien
insinúa Xitlalitl–, parece un planeta distinto al nuestro, un sitio que está
tan estúpidamente lejano. En verdad, ¿quiénes son los que se están muriendo de
a poco?
Pero mi parte
favorita es la última, el homenaje a Robert Walser, aquel escritor y poeta
suizo que se internó voluntariamente en un hospital psiquiátrico, y que ahora
Siruela ha puesto a nuestro “alcance”.
Una cita de Walser
abre la tercera parte del poemario y esconde tras la sutileza de las letras, un
rastro amargo: “Edith lo ama. Luego volveremos sobre ello”. Como si al final de
una historia de amor, el narrador agregara “sí sí sí, lo ama, pero no es de
gran importancia, después volveremos, tranquilos todos, hay cosas más
importantes”; como si el lector de Catnip después de haber pasado por
gatos sobrevivientes de Stalingrado, por gatos exiliados, por familiares de
gatos muertos, por Fukushima y sus restos de gatos por las calles, esperara una
recompensa que no llega ni siquiera cuando se ha confirmado que alguien ama en
este mundo.
Xitlalitl ha
escogido precisamente un verso que imita el comportamiento gatuno: en un primer
momento se acerca a lamerte la mano (Edith lo ama), a entregarte una muestra de
afecto y después del punto-y-seguido se aleja indiferente, sin explicaciones
(luego volveremos sobre ello). Sin embargo, el homenaje continúa, debe
continuar: “leche negra, noches blancas, nieve oscura”: es el gato que se pasea
por las teclas de un piano y al llegar a las notas graves evoca la presencia de
Paul Celan, Dostoievsky y Villaurrutia. Los fantasmas se han reunido para
asistir al homenaje del verdadero maestro de Kafka. Un collage poético, donde
Xitlalitl Rodríguez deja hablar a los muertos a través de su pluma. Pero el
lector conoce la triste historia de Robert Walser y espera el golpe. Todo el
poemario fue un presagio que lo ha preparado para el final desolador:
Edith lo ama.
Y sólo volvió
a la blancura de la joven
salina con sus ojos
muertos bajo la nieve,
con el costado roto por
la vida en la calle.
Edith lo ama,
Robert Walser.
Usted nunca volvió sobre ella
ni sobre los vidrios rotos
de un hospital abandonado.
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