El
librito, comprado al azar, en un puesto de periódicos, me cuenta una historia
ancestral: cinco siglos antes de Cristo, en el Año Nuevo Lunar, Budha convocó a
todos los animales de la creación, prometiendo dividir con ellos su desinfinita
felicidad, a la que daban el nombre de mansedumbre.
Comparecieron,
por orden, el Ratón, el Búfalo, el Tigre, el Gato, el Dragón, la Serpiente, el
Caballo, la Cabra, el Mono, el Gallo, el Perro y el Jabalí. Y, a cada uno de
ellos, Gautama sopló un año, que encarnase –para toda la eternidad- su corazón
y virtud. Al Hombre restó nacer en cada uno de estos años e impregnarse
irremediablemente de la naturaleza primera de los animales iluminados por el
llamamiento del Despierto- éste que al contrario de nosotros, no duerme ni
sueña la vida. Cómo habrá visto estos animales construidos de exasperación y
sufrimiento y angustia no lo explica la leyenda
ni tampoco el misterio del Budha Gautama hace dos mil quinientos años de
este nuestro fin de milenio.
Se
sabe apenas que el Despierto estableció un ciclo de doce años para combinar la interacción entre los hombre y los
animales que, elegidos por su ternura, habrían de reinventar, por la eternidad,
el ritmo –preciso- de una zoología fantástica. Ningún hombre errará de ser uno
de estos animales y no escapará de lo que en ellos puede constituir la marca de
un fracaso o de una obstinación llena de fiebre, y fugacidad. En un pentagrama
de seda, Siddharta inventó para cada animal el bemol de una música particularísima
que, transferida al hombre, bien puede ser el emblema de una danza suicida. O
la edificación de un sueño que se esfuerza por ser completamente soñado.
Ya
no leo el pequeño volumen, comprado al azar; en la mejor tradición de Budha, es
él quien todo me lee y descubre, por mí, que soy Búfalo, así como Búfalos
fueron la espesura de Van Gogh, el genio melancólico de Chaplin, la pasión inflamada de Cocteau, el dibujo enfurecido
de las abstracciones de Bach, los dioses infernales de Dante, horrores de Hitler
y, basta dirán, escuchar estrellas, de Olavo Bilac. Además, claro, de los
simples mortales nacidos en 1913, 1925, 1937, 1949, 1961, 1973, 1985 y los que
llegaron a nuestro mundo insensato en 1997 y los que nascerán en 2009, si es
que todavía allá habrá nacimientos y horóscopos.
Desde
aquí, imagino al animal antiguo, paseando, a través de los siglos, su forma
lenta, de ojos pacientes y vigilantes, y cuyos cuernos Ovídio inscribió en Las
Metamorfosis con “el brillo de una gema de fina agua”, él, el viejo Minotauro,
guardián de los laberintos. Tarde de noche, trazo su dibujo en el aire, casi un
bisón, y me mira con un mugido que hace del búfalo sólo un animal con hambre.
En
los charcos y arrozales, rudamente plantado en la lama, es sobre todo con la
cabeza baja que arremete contra el destino, los músculos tensos, los ojos quién
sabe si ciegos, y la enorme testa capaz de hacer de una trampa exclusiva los
destrozos de un recuerdo enjaulado.
Como
los kamikazes o los escorpiones.
Traducción
de Sergio Ernesto Ríos.
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