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La
isla
Apunte
sobre la poética de Sergio Ernesto Ríos
En
Argentina, Obras Cumbres designa el
nombre de una colección discográfica que reúne, en veinte compilados, los hits
de las principales figuras del Rock Nacional: Spinetta, Charly García, Soda Stereo,
Los Fabulosos Cadillacs, Sumo, Los Violadores y Virus, entre otros. En el caso
del libro de Sergio Ernesto Ríos, el mismo título designa, en cambio, una
antología de poemas que sintetiza diez años de producción, desde 2004 a 2014. La
referencia en relación al rock se me impone como insoslayable a la hora de
pensar la singularidad del libro de Ríos. La conjunción dada por la
superposición de nombres permite pensar que Obras
Cumbres es un sintagma que no solo encabeza, rotula, marca la entrada de
lectura a los poemas en el sentido en que nos informa efectivamente que estamos
ante una antología, sino que a su vez el título lleva inscripto la inflexión de
un tono y la delimitación de un espacio enunciativo para la poesía.
El
tono que de pronto percibo como legible surge del contraste con esas otras Obras Cumbres: por un lado, la música
como objeto destinado a un público masivo, producto de una industria cultural
que transforma el arte en mercancía; por el otro, la poesía como trabajo
artesanal no alienado destinado a circuitos minúsculos de lectores que no son
ya aquellos “lectores sin rostro” de los que habla Bourdieu en Las reglas del arte, sino lectores bien
concretos, bien específicos: amigos íntimos, ocasionales, familiares,
conocidos, vínculos cercanos o lejanos, pero que, en definitiva, entran siempre
en relación de proximidad. El tono, entonces, de pronto nos ofrece el destello
de un halo paródico: una cumbre que
parece estar asociada paradójicamente, por la risa irónica que convoca, al pie antes que a la cima: a la ladera de lo
minoritario.
Y
entonces irrumpe el problema del espacio enunciativo: como si en el terreno de
la poesía ya no hubiera lugar, precisamente, para esas alturas. Y en este sentido, las Obras
Cumbres de Sergio Ernesto Ríos se presentan necesariamente como una
intervención del espacio poético y sus materiales constitutivos. Así, en el
poema “Del fuego que trasciende el fuego lema”, leemos una extensa y profusa
enumeración sobre tipos de poemas posibles de los cuales estos versos son
apenas una pequeña muestra:
poemas
que pierden la cola como una lagartija
poemas
que usan la palabra atroz
poemas
con ojos de pájaro
poemas
de curacaví
poemas
del sueño en que shiva golpea con ocho y doce y veinticuatro puños a un
vagabundo
poemas
de los morochucos
poemas
en el hospital dos de mayo
poemas
y cartas desde la calle sicomoro
poemas
con la palabra yoli
poemas
con la palabra iglú vejado rabia levitar incomunicación
Ya
el pulso de esa enumeración vertiginosa recuerda aquella clasificación
delirante de los animales que aparece en la remota enciclopedia china de “El
idioma analítico de John Wilkins”, texto de Borges que convocó la atención y la
risa de Michel Foucault en el prólogo a Las
palabras y las cosas. En esta enciclopedia, los animales se parecen a esos
“poemas” del poema de Ríos, precisamente por el pulso clasificatorio que los
hermana a la vez que los divide en: “i) que se agitan como locos, j)
innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera,
m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. En el texto
de Borges, como nos recuerda Foucault, lo monstruoso no es la vecindad sino el
espacio común del encuentro: el lenguaje es el soporte de esa heterotopía. Sin embargo, ahí donde
Borges retiene la marca de un orden que hace tambalear el Orden (la enumeración
alfabética y la precisión exacerbada, y hasta ridícula, de los criterios
clasificatorios), en Ríos nos encontramos con que ya no queda ninguna vecindad
sino pura precipitación de una cosa sobre la otra, y esas cosas que se
precipitan ni siquiera son probables (“poemas que pierden la cola como una
lagartija”). Eso: el poema mismo se vuelve un índice de improbabilidad en tanto
debe inmolarse para existir.
Y
por acá pasa precisamente uno de los efectos de lectura más fuertes de la
poética de Ríos: lo críptico del lenguaje poético no equivale a lo oculto, ni siquiera a un rasgo de
oscuridad emparentado con el barroco o el surrealismo. Por el contrario, ese encriptarse del lenguaje poético hace
aparecer una nueva superficie de inscripción en donde las palabras ya no operan
como signos, sino como verdaderos objetos, cosas, que hay que descifrar pero no
en un sentido hermenéutico sino como forma de manipular el poema con los ojos,
el tacto, la boca y el oído. Leer es, acá, pasar
por el poema y llevarse lo incomprensible, una especie de mantra preciado como
el que leemos en “las corporaciones de telegramas no son larvas dóciles”:
le
dije al Sr. Cavatumbas
los
niños zombis aman a las tortugas
deslizándose
en sus jugos gástricos
entierra
mi corazón en Varsovia
le
dije al Sr. Cavatumbas
sólo
si fuera convidado a un día de campo
en
el jardín selenita
entierra
mi corazón en Varsovia
La
sensación que nos interpela cuando leemos la poesía de Sergio Ernesto Ríos es
que ya no hay contienda entre sentido y sinsentido, porque lo que queda como
resonando en la lectura es una verdad desligada, que se impone casi como un
mandato musical, más allá de su significado: “entierra mi corazón en Varsovia”.
Punto.
De
esta manera, por último, el sentido queda ligado ya no a un efecto de
significado sino a una temporalidad, a una duración,
como leemos en una de las entradas de “Muerte del dandysmo a quemarropa”: “19. Los poemas son como diminutas madres-topo
desfallecientes dando a luz en una isla que en ese instante declara una ley
para exterminar a las madres-topo y sus crías”. Finalmente, la poesía, el
sentido que ella representa, aquel que es capaz de producir, irrumpe, en la escritura
de Sergio Ernesto Ríos, como el instante de vida previo a la institución de una
ley de exterminio. Y de alguna manera nos advierte: no olvidemos que nosotros
también estamos en la misma isla.
Matías Moscardi
Mar del Plata,
Argentina
Mayo de 2014
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