24/10/08

LA OSCURIDAD VOLUNTARIA

LA OSCURIDAD VOLUNTARIA, UNA ENTREVISTA CON ÁNGEL ORTUÑO

por Sergio Ernesto Ríos

Es claro que, a la manera de las vanguardias literarias del siglo pasado, la obra de Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969) procura el cumplimiento de una segunda naturaleza: la imaginación. En su primer libro, Las bodas químicas (1994), despliega un conjunto de poemas invadido por la sinestesia y un ritmo obsesivo particular. Aparecen imágenes extravagantes que -más allá de una premeditada abstracción- se revelan sólo a través de su velada ironía, violencia y humor negro: “Cocodrilos de besos cancerosos/ le ciñen lo que de carnes trae holgado/ bajo la insecticida celosía”. A su vez, el segundo libro de Ortuño, Aleta dorsal (2003), acusa una obra concentrada, las palabras han sido cuidadosamente vigiladas y se usan con goce, con inteligencia. La síntesis, la brevedad y el misterio parecen un solo mecanismo y la realización del “encuentro poético” siempre elusivo.
Presento esta entrevista con Ángel Ortuño, acerca de la escritura y algunos temas circundantes.



Comienzos en la escritura


El primer libro que me publicaron se tituló “Las bodas químicas”. Apareció en 1994, en la colección Orígenes, de la Secretaría de Cultura de Jalisco. La colección la dirigían Carmen Villoro, Jorge Esquinca y Miguel Ángel Hernández. Reúne textos escritos en los dos años anteriores a la fecha de su publicación. Antes ya había participado en un par de lecturas y en la presentación de una revista que entonces hacíamos entre un grupo de amigos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara. Cuando trabajaba en el Centro de Estudios Literarios de la UdeG, acudí a un taller de poesía impartido por Ricardo Castillo.
Comencé a escribir mientras cursaba la licenciatura en Letras Hispanoamericanas, como una mera extensión de las tareas de estudio y análisis; imitación e impostura. En eso sigo.
Mis primeras incursiones en el mundillo literario respetaron el secular protocolo del caso: ir a conferencias y presentaciones en pos de los tragos gratis. Siempre, claro, en grupo con otros cuatro o cinco amigos, todos tiernamente convencidos de que jamás había habido nadie como nosotros.


Influencias voluntarias

Mi lista de admiraciones es extensa y desordenada. En poesía, por ejemplo: Ovidio, Sor Juana, Góngora, Bocángel, Julio Herrera y Reissig, Tristán Tzara, F. T. Marinetti, Carlos Oquendo de Amat, Vicente Huidobro, Martín Adán, Oliverio Girondo, César Moro, Joaquín Pasos, Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide, José Lezama Lima, León de Greiff, Paul Celan, Ezra Pound, Haroldo de Campos, Gerardo Deniz, Blanca Varela, María Victoria Atencia, Olvido García Valdés, María Auxiliadora Álvarez, Olga Orozco, María Negroni, Marosa di Giorgio, Coral Bracho, Carlos Martínez Rivas, Guillermo Fernández, Eduardo Milán, Jorge Esquinca, Ricardo Castillo, Leónidas Lamborghini, Alejandra Pizarnik, Arturo Carrera... No es, en rigor, un panteón dado que algunos viven...
Sé que hago trampa al extender la lista y hablar de admiraciones... En términos generales, me veo como heredero (todo lo ilegítimo que se quiera) de las vanguardias históricas y como lector reverente de los barrocos culteranos.


Esquemas hacia una poética

Quien inquiere sobre los tormentos del escritor suele pasar por alto los del lector (aunque, claro, el lector siempre puede salirse del potro: basta cerrar el libro). Yo disfruto escribir. Como lo ocurre a todos, el sufrimiento que me da placer es el ajeno... y aquí escribir es desdoblarse (el ahora canónico “yo es otro”). La tortura, en mis textos, está más cercana a la imaginería del bondage y el sadomasoquismo de sex-shop, por su sentido teatral y de puesta en escena, que al recurso de aludir, mediante imágenes físicas, a psiquismos desgarrados o cosas semejantes. La animación de los objetos, por otra parte, es el correlato retórico de la certeza infantil sobre el baile de los muñecos después de la medianoche.
Me interesa el humor negro, el grand gignol. Soy un entusiasta espectador de las películas gore, las slasher movies y en general todas aquellas cintas en las que haya gran efusión de vísceras y sangre. Por supuesto, en la realidad soy hematófobo: la vista de una herida, por pequeña que ésta sea, me produce mareos. La violencia y su estilización han sido para mí algo más que asuntos o recursos retóricos: luego de la humillante experiencia que es asustarme cuando me ladra un caniche, es catártico llegar a casa y escuchar algo de death metal o grindcore. La escenificación de la violencia compensa mi pusilanimidad en amplias zonas de la vida real. Disfruto del cine de David Lynch, pero procuro que mi vida se parezca a un episodio de I Love Lucy. O, tal vez más equilibrado, a una canción de Shogu Tokumaru. Justamente, sus canciones —que han sido descritas como sinfonías ejecutadas por una orquesta de soldaditos de plomo y cajitas de música— son el fondo ideal para esta sensación de presenciar el propio velorio, como Tom Sawyer; me gusta el maquillaje que simula moretones. La imaginación, por supuesto, es importante.


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Escribo en hojas blancas, tamaño carta (mis textos suelen ser cortos, unos cuantos versos, pero mi letra es desprolija y enorme). Literalmente, echo a andar la mano: escribo con bolígrafo (las plumas-fuente son demasiado para mi menesterosa letra de molde). Por lo general, lo primero que tengo de un texto es el ritmo, luego hago un par de ensayos para adecuar ese ritmo a ciertos metros fetiche para mí (alejandrinos, endecasílabos, heptasílabos); las permutaciones de palabras necesarias en este proceso de traducción de ritmo a metro van generando imágenes que luego se vuelven el eje de un desarrollo metafórico: alejarse en espirales del punto de partida.
Todo esto en ciclos irregulares que no están sujetos a ninguna demanda editorial específica. He publicado cuando me han invitado a hacerlo. No es algo que yo persiga, y no por humildad ni por elevación espiritual o algo así, sino por desidia, torpeza y un grado incipiente de fobia social.
Lo de no acudir a becas ni concursos es mucho más sencillo: como niño malcriado, sólo me gusta concursar para ganar. La mera probabilidad de que eso no ocurra, me disgusta sobremanera. Además, no falta quien lo interprete como gesto de integridad moral... Y siempre será lindo el vicio travestido de virtud.
Para sobrevivir, me he resignado a trabajar.


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La síntesis y la brevedad son metas para mí; mi mayor aproximación a lo que algunos han llamado estado de gracia. A veces he creído alcanzarlas, pero la sensación (no es más que eso) pasa rápidamente. El sesgo, la fuga, lo oblicuo... escribo como rodeando lo que no quiero hacer. A veces algo parece inminente, pero prefiero las falsas alarmas. Regodearme en la imposibilidad. Me divierten los trucos de feria, los misterios fingidos; como en el cuento de Wilde “La esfinge sin secreto”. El arte es fingimiento. Disfruto las tomaduras de pelo y el arte conceptual.



La escritura luego de 13 años


Al principio, buscaba eliminar todo elemento anecdótico, cualquier referente identificable del tipo que fuera, nula descripción y máxima abstracción. Supongo que el poema, luego, se abrió por implosión. Volví sobre esos elementos que había proscrito y traté de hacer algo con ellos... así fuera sólo sabotearlos. O ponerme en evidencia.

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La necesidad de escribir continúa, las razones han ido variando y la manera ha resentido esta tensión entre necesidad y razones. Algunos textos huyen de la interlocución o la simulan para jugar a que no es posible, otros tienen ya destinatario explícito, en un intento de integración similar a lo que sería en narración la construcción de un personaje.
El verdadero amor –cito a Jardiel Poncela- es mudo, porque cuando habla dice sólo insufribles cursilerías. No obstante, mis versitos no pudieron escapar a la adoración que siento por mis dos pequeñas hijas. La ternura me parece una gran virtud, un misterio (es preciso despojarla de la gruesa capa de bobalicona explotación sentimentaloide). Además, me interesa la puerilidad, y no en términos de añorada pureza. Vuelvo al ejemplo del cine gore: busco ahora todas esas películas que de niño no me habrían dejado ver. Y las disfruto como si hubiera conseguido — anacronismo— burlar la vigilancia de un adulto.

La realidad

La realidad siempre es un obstáculo. Yo no diría que venzo a la realidad. Si acaso, hago como si en realidad (o en la realidad) quisiera haberme tropezado o dado de narices contra una pared; compenso la torpeza física para desenvolverme en el espacio con el disimulo de la escritura: “camino a trompicones, pero usted, tan grácil, no entiende lo que yo escribo”. Así llega uno a lo difícil y a lo absurdo. Sé que hay detractores de la oscuridad voluntaria, a la que acusan de alambicamiento y falta de sustancia. Para mí, estos no son insultos sino timbres de orgullo. Pongámonos zen: es tan difícil debido a que es muy sencillo.


Generaciones


Ignoro —como es lo decente— si formaré parte de una generación (intencionalmente uso el tiempo futuro: depende de si algún manual de literatura lo pesca a uno y lo pone por ahí). Tanto por afinidad como por discordancia (me sorprende lo que otros hacen, aunque yo no lo haría), entre mis más o menos coetáneos: Luis Vicente de Aguinaga, León Plascencia, Víctor Ortiz Partida, Hernán Bravo Varela, Julián Herbert, Daniel Téllez, Baudelio Lara, Valerie Mejer, Mónica Nepote; entre los más jóvenes que yo, Dolores Dorantes, Luis Felipe Fabre, Carlos Vicente Castro, Eduardo Padilla, Sergio Ríos... La lista incluye fundamentalmente a mis amigos, aunque también hay algunos a quienes apenas si conozco. En cuanto a la manera en que su trabajo se relaciona con el mío, no sabría decir más que disfruto sus textos y luego busco cómo fue que hicieron aquellos poemas que más me gustaron, cómo funcionan y qué podría robarles.


La música


El metal es para mí una fijación adolescente. Una educación sentimental y una afición imperecedera. Las letras de sus canciones suelen ser irreprochablemente cretinas... pero, por fortuna, yo no las entendía, así que podía imaginarme que decían justo aquello que me hacían sentir al oírlas: autoindulgencia morbosa y rabietas frívolas. Así trato de escribir: en ese idioma inglés imaginario (o sueco, noruego, incluso japonés), deformado a guitarrazos.
Tal vez la concordancia verbal (el copretérito) dé la impresión de que mi afición al metal es asunto del pasado. Por supuesto, no es así. Del heavy, pasando por el speed, el trash, el death y black metal, hasta mi reciente descubrimiento (cortesía de Eduardo Padilla) de ruidistas como Wolf Eyes, sigo siendo un entusiasta de la distorsión.


Nuevo proyecto: “Ilécebra”

En ausencia de Eduardo, seré abusivo. Lo que sigue, entonces, no es tanto el plan de trabajo conjunto sino la idea que yo me he hecho sobre la colaboración.
Cirugía teratológica, pretende fabricar un libro siamés; no es un trabajo con aspiraciones a lo inconsútil, sino un verdadero mapa de suturas, de preferencia similares a las del maquillaje de Karloff en “Frankenstein”. Trabajamos por separado (en León y en Guadalajara) y nos valemos de internet para intercambiar maledicencias, archivos de mp3 (Lalo es un músico formidable), y ocasionalmente, algunos de los textos en cuestión. De todas formas, el trabajo de cada uno en su totalidad o dirección nos es desconocido. Yo no capturo sino las versiones definitivas de lo mío, y Eduardo somete sus textos a una incesante mutación. Un buen día diremos “hasta aquí” y juntaremos los pedazos no para formar un todo, sino para que suenen como dentro de una maraca. Distorsión cognitiva, pues.
Yo he titulado mi hemisferio (la esfera es una fatalidad, nos guste o no) “ilécebra”. No hay, por lo pronto, un nombre para el libro.Ω

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